A pesar de la evidente apariencia de perra realenga, el animal había siempre despertado  simpatía en el niño, pues parecía tener sentimientos de humanos.

Cada vez que en el barrio alguien fallecía, se escuchaban infaltablemente los ladridos y llantos, casi humanos, de la perra, propiedad de todos y de ninguno en el barrio. Wauuu! Wauuuuuuuu! Y el eco del ladrido asemejaba la sirena de un tren que se aleja.

Y ahí estaba de nuevo ladrando la perra, tras la fuga rauda desde el centro de salud; carrera tan vertiginosa como la del ladrón sorprendido en el acto, sin otra alternativa fuera de la huida.

La noche estaba haciéndose espacio, venciendo al día con la oscuridad; lo que no impidió al niño darse cuenta de que, efectivamente, de algo se había adueñado la perra y que lo aferraba certera en sus fauces.

Tras el momento de la escandalosa fuga,  daba la impresión de que todo ya había pasado y el niño resolvió regresar a su casa, a poca distancia del lugar de los hechos; allí el cálido beso de su madre hacía competencia a la cena caliente preparada para la familia.

Luego venía el baño y las tareas de la escuela, para posteriormente rendirse al descanso merecido, tras un día de una amplia cartelera de actividades infantiles.

Pero no. Apenas haberle solicitado a la sábana el abrazo que hace de antesala al sueño, los plañidos de la perra delataron nuevamente su presencia en la cercanía. Pero esta vez, al quejido identificable de la perra de la historia, se añadió el coro de varios otros canes que parecía se le habían asociado en solidaridad.

Resistir a la tentación de acercarse al lugar de los hechos, era mucho pedir. Lanzando la sábana con los pies hacia un lado  y dando un salto para abandonar la cama, el niño se puso la ropa y el calzado, con la firme decisión de acudir a la madriguera donde él acostumbraba visitar a su amiga, la perra.

Era todavía temprano en la noche; las mujeres, y también algunos hombres, cumplían con el casi sagrado e irresistible deber de darle seguimiento a la novela de turno. El niño caminó la no larga distancia que lo separaba de la casa en ruina, donde sin falta encontraría a su amiga, la perra, y sus acompañantes caninos, también vecinos del barrio.


Rompiendo la oscuridad con unos ojos profundamente abiertos que le servían de linterna, y ayudado por una tierna luz de luna primaveral, el niño penetró entre los escombros de la casa que había sido abandonada, vencida por su propia historia encanecida.

El espectáculo que se abrió a su mirada era digno de cualquier Congreso y Autoridad que pretenda acreditarse de moderno y progresista, olvidando el valor de la vida.

La perra viralata, recostada junto a los restos de alguien que los médicos se ufanan en llamar “producto”, despedía con sus aullidos lastimeros una criaturita apenas formada en el seno de una mujer que hacía pocos instantes había renunciado a la maternidad,

Y, formando un coro de especímenes de la misma calaña, otros perros contemplaban la escena, respondiendo al lamento de la perra madre, cual cantilena de una letanía de oficio de difuntos.

Con sus patas y sin dejar de aullar su canto litánico, la perra madre fue separando la tierra en torno a la criatura, hasta empujarla y cubrirla con cuidado, al estilo del mejor de los entierros. Un wauuuu interminable perturbó finalmente el silencio de la noche, replicado por los gritos plañideros de los otros animales.

Los concurrentes tomaron cada uno sus caminos y el niño travieso siguió asombrado a la perra madre, hasta verla postrarse en el rincón que ya tenía reservado en la parte trasera de la clínica, a la espera de que, por la parte delantera, alguna otra madre abortada acudiera ante quien había renunciado al deber hipocrático de proteger la vida.


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