DESDE EL SENO DE MI ABUELA
                                          
                                                 In memoriam: Dominga Herrera de Peña


 La curiosidad de la gente no siempre es negativa. Muchas personas están ansiosas de conocer la historia de quienes les rodean, a veces por simple deseo de seguir la vida de los demás y otras con la intención de encontrar un estímulo para sus propias vidas.

Con frecuencia me preguntan desde cuándo se me ocurrió hacerme sacerdote. Al principio no sabía qué responder, pero un día surgió una respuesta que me parece la más atinada para descifrar el secreto de mi vocación:

Es así como, ante esta pregunta formulada por un alma inquieta, periodista además, se me ocurrió responderle que mi historia vocacional surgió “desde el seno de mi abuela.”

Tratando yo mismo de explicarme el sentido de la respuesta, dediqué un poco de tiempo a reflexionar sobre el aparente disparate que había dicho. En esa reflexión le encontré el fondo de sensatez que tenía lo que le había respondido.

Recuerdo los años de mi infancia, en la norteña Moca, de donde son oriundos los que, a decir del pueblo, se califican de  “secos, sacudíos y medíos por buen cajón”, haciendo alusión al temple recio y aplomado de los habitantes de quienes nacieron en la Ciudad del Viaducto y en evidente referencia a los cajones antes utilizados para el comercio del café. En este lugar, donde la tierra es negra y el alma blanca, recibí mis primeras lecciones vocacionales.

Mi abuela fue mi primera maestra. No porque me faltara una madre ejemplar, que ya se ha marchado físicamente de mi lado, sino porque esta sencilla mujer me tomaba de la mano y a diario, bien temprano en la madrugada, me llevaba a la Iglesia para la Misa, en el mismo templo, dedicado al Corazón de Jesús, donde fui bautizado.

En ese ir y venir de la casa a la Iglesia y viceversa, me fue enseñando el camino que lleva hacia Quien es la fuente inspiradora de toda vida y vocación. De ella aprendí, más con su silencio testimonial, que con sus palabras, pues no acostumbraba a desperdiciarlas, firmemente convencida de que tal vez las necesitaría para momentos trascendentales.

Ella no vio el camino posterior de mi vida, pues murió a una edad relativamente joven, en comparación con los 100 años por los que cursaba mi padre y los noventa mi madre, al momento de su encuentro definitivo con el Padre.

No vivió con nosotros el momento de la emigración, desde el terruño de la yuca negra y sabrosa, hacia la ciudad capital, donde fácilmente encontré el camino hacia el Señor, al arrullo del santo rosario, que junto a mi madre recitábamos al pie de la cama, sin poder resistir la tentación del sueño que siempre merodeaba como león rugiente, ganándome finalmente la batalla, pero en un innegable clima de paz interior.

Mi abuela tampoco compartió los años en que entretejía mi vida y ensartaba los momentos de la jornada entre mi servicio de monaguillo, la escuela y la asistencia frecuente al Oratorio Don Bosco. Experiencia de vida que terminó de darme el empujón final hacia el seminario, junto a otros cuatro muchachos, que veíamos admirados el tremendo trabajo que realizaban los salesianos con esa turba de jovencitos, orientados por el certero Sistema Preventivo del Padre y Maestro de la Juventud.

Estoy seguro que ella misma hubiera preparado mi maleta para mi viaje al seminario, como lo hizo mi madre y una vecina muy querida, que ya ha pasado a gozar del Señor. Camino hacia el seminario que hubiera querido haber hecho mi padre en su propia vida, según me confesó en la intimidad de un momento de emoción, tras el regreso del exilio, por razones políticas, que lo mantuvo alejado de mi familia.

Ella no fue testigo, físicamente presencial, de mis esfuerzos en el aprendizaje de la lengua latina, condición sine qua non para seguir adelante en el proceso de formación sacerdotal. Tampoco pudo estar junto a mí en el momento en que di un SI al Señor dentro de la Sociedad Salesiana, al terminar el año de Noviciado, realizado nuevamente en la Moca de mis raíces.

No compartió los tres años de college y de estudios de filosofía en el pintoresco pueblo de Aibonito, en Puerto Rico, lugar donde las orquídeas abundantes nos recuerdan la belleza del cielo y el frío del invierno compite con el de Jarabacoa.

No pudo estar presente en los, también intensos, tres años de estudios filosóficos en la Universidad Pontificia Salesiana de la Ciudad Eterna, conocida como la Roma de los Mártires Cristianos.

Su recuerdo inspirador me acompañó en los siguientes dos años de trabajo como profesor de filosofía en Puerto Rico y en Santo Domingo, al final de los cuales comencé en Alemania una nueva experiencia formativa, ya en el campo de la teología; primero en la Theologische Fachhochschule de Benediktbeuern y luego en la Universidad de Regensburg. En esta universidad alemana tuve la agradable experiencia de conocer y tratar al Profesor Josef Ratzinger, Decano de nuestra Facultad teológica, quien luego cambiaría su nombre por el de Benedicto XVI.

Finalmente, mi primera maestra sólo pudo presenciar desde el cielo el momento sagrado cuando el Papa Pablo VI, en la inmensa plaza de San Pedro en Roma, adornada por la impresionante Colonnata de Bernini, impuso las manos sobre mi cabeza, consagrándome sacerdote del Señor para siempre. Desde lo Alto pudo asistir a mi primera misa en las Catacumbas de San Calixto, a la mirada de los testigos silentes de la fe, martirizados por confesar a Jesús Resucitado, y cuya memoria recuerdan los lóculos abiertos de ese primerizo cementerio cristiano.

La vida de fe en pañales, experimentada al run run de las avemarías de mi abuela, camino hacia el santuario de la Ciudad del ya casi extinguido río Caimito, continúa dando calor espiritual al servicio pastoral que realizo a favor la juventud. Esa fe sencilla, pero tierna y amorosa, que bebí de esa humilde mujer, es, para mí, lugar de referencia en los pasos con que a diario debo entretejer mi camino hacia la meta del encuentro Pascual con el Señor.


Para quienes, curiosos, se aventuren a repetirme la pregunta desde cuándo surgió mi vocación sacerdotal, no tengo otra respuesta que no sea: “Desde el seno de mi abuela.” 

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